Aquella
tarde, como otras tantas, el pintor se fue al parque e instaló el caballete en
el jardín japonés. El encuadre era perfecto. La forma oblonga del estanque, los
nenúfares flotando en la superficie, rodeado de fresnos, alisos y sauces
llorones, los ánades reales dormitando en la orilla, al fondo, el grácil puente
de madera.
Comenzó
a aplicar el color a grandes y rápidas pinceladas, como temiendo que aquel
paisaje se fuese a desvanecer en el aire de un momento a otro, poco después y
al contraluz vio como una pareja avanzaba por el sendero y se detenía en medio
del puente. La mujer parecía mirar hacía el agua mientras el hombre la
acariciaba la espalda, luego se volvió hacía él y se unieron en un largo
abrazo. El pintor, con su destreza habitual, plasmó el momento con dos sutiles
y certeros trazos. Luego se alejó un poco, contempló el lienzo por unos
instantes y sonrió satisfecho, pero de pronto, vio como la mujer se separaba
del hombre con brusquedad y él intentaba retenerla. Ella le gritó algo e
intentó desasirse de su abrazo, entonces la amenazó con el puño. El pintor,
alarmado, hizo un movimiento brusco tropezando con el caballete que cayó al suelo. El ruido alertó al hombre que al
verle, asió a la mujer del brazo arrastrándola hacía la espesura de los
parterres a pesar de sus gritos. El jardín quedó de nuevo en silencio
interrumpido por el canto del cuco anunciando la noche. El pintor no tardó en
olvidar el incidente y continuó con su trabajo hasta que se vio envuelto por
las sombras del crepúsculo.
Al
día siguiente, mientras desayunaba, el pintor leyó en el periódico que habían
encontrado en el parque, medio escondido entre los setos, el cadáver apuñalado
de una mujer.
Aquella
tarde el pintor no salió de su casa; la pasó contemplando el paisaje plasmado
en el lienzo. El verde oscuro de los sauces y los alisos recortándose sobre el
cielo violeta del atardecer, los blancos nenúfares flotando junto a la orilla
de arena naranja, los ánades reales surcando el estanque con aristocrática
indiferencia, el puente de madera ocre-amarillo y sobre él la pareja fundida en
un abrazo. El traje rojo de ella reflejándose en el agua como una
enorme
y oscura mancha de sangre.